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Lejos estaba Sir Arthur Conan Doyle (novelista, dramaturgo y poeta (1859 – 1930)) de imaginar que, al publicar “Un estudio en escarlata” a los 28 años, estaba dando a luz al detective más famoso de todos los tiempos: Sherlock Holmes, al genial investigador que estaría destinado a ser el prototipo del espíritu analítico y deductivo y que, en su lucha contra el crimen, aplicaría su peculiar sentido de la justicia.
Peculiar, decimos, si observamos que, en sus más de 50 novelas y cuentos ocupados por su inconfundible figura (con su pipa, su lupa y su gorra, y su inseparable e inefable compañero el Dr. Watson) muy rara vez obrará como un simple auxiliar de la justicia ante la cual llevará al criminal a pagar sus delitos.
Ejemplo de ello serán los 12 cuentos de “Las aventuras de Sherlock Holmes” sobre cuyas tramas planean siempre sus denuncias a la injusticia social de la Inglaterra de su época, y su crítica a la incompetencia oficial y a los privilegios aristocráticos de jueces y policías.
El hecho es que nuestro inefable detective, con su pipa y su lupa, capaz de las deducciones más asombrosas mereció, hasta hoy, ser el personaje central de no menos de 200 películas. Justificando con creces la afirmación de Herbert Smith, director del The Strand Magazine cuando, al recibir una de las primeras propuestas de Conan Doyle, escribió: “Inmediatamente me di cuenta de que era el más grande cuentista desde Edgar Allan Poe”.
