No me preguntéis por qué, pero es así. Si un jefe se enrolla con una subordinada se entiende, se tolera, incluso se halaga y aplaude. Sin embargo, cuando el jefe es una mujer, se critica, se censura y si, al final la cosa acaba mal, es ella quien paga el pato. ¿Me equivoco?
De mí se dicen muchas cosas: que soy altiva, déspota, adicta al trabajo, metódica en exceso, inflexible..., pero no son más que halagos, por supuesto.
A pesar de todo cometí el error de mirar de forma poco profesional a Fernando. Si él se percató, no dio muestras de ello, y como ocurre el noventa y nueve por ciento de las veces, cuando alguien te gusta, te portas como una auténtica hija de perra. Tenía el poder para hacerlo y lo hice. Mi lado más competitivo salió a la superficie y metí la pata.
Hace poco más de dos años organizamos en la empresa una fiesta para agradecer a mi padre sus años de dedicación y pasarme a mí el testigo. No era más que una maniobra de imagen porque, de facto, yo ya tenía las riendas. Una fiesta elegante, todos con sus mejores galas y, en un momento de torpeza inexcusable, se me volcó la copa y le manché el traje. Justo a él, no podía haberme pasado con otro invitado. No, fue con él.
Y allí ocurrió lo impensable...