Este es un libro que ya tiene historia. Si por la propia expansión de su mérito no hubiera logrado un éxito tan general, es bien seguro que lo hubiera conseguido bajo el glorioso auspicio de su autor, por la persistencia, vanidosa primero, orgullosa después, con que Sarmiento lo invocaba como el mayor de sus títulos. Si al volver de la proscripción, cuando Caseros invocaba a Facundo para alistarse entre los jefes de la milicia y entre los estadistas de la organización, todavía siguió invocándolo treinta años después, como una de las fuerzas que derrocaron la tiranía de Rosas y como una de las más vivientes páginas de la literatura americana. En 1881, a propósito de la traducción italiana de este libro, Sarmiento escribía: «No vaya el historiador en busca de la verdad gráfica a herir en las carnes del Facundo, que está vivo; ¡no lo toquéis!; así como así, con todos sus defectos, con todas sus imperfecciones, lo amaron sus contemporáneos, lo agasajaron todas las literaturas extranjeras, desveló a todos los que lo leían por la primera vez, y la Pampa Argentina es tan poética hoy en la tierra como las montañas de la Escocia diseñadas por Walter Scott, para solaz de las inteligencias. Y luego los ricos no despojen al pobre quitándole la venda de los ojos a los que lo traducen, cuarenta años justos después de haber servido de piedra para arrojarla ante el carro triunfal de un tirano, ¡y cosa rara!, el tirano cayó abrumado por la opinión del mundo civilizado, formada por ese libro extraño, sin pies ni cabeza, informe, verdadero fragmento de peñasco que se lanzaron a la cabeza los titanes...». Exageraba el autor, sin duda alguna, en ese fragmento, la importancia «cívica» de su obra, atribuyendo a sólo ese libro lo que fué penoso esfuerzo de toda una generación; pero nadie podrá negar que tal fragmento define, con maravilloso acierto de autocrítica, la verdadera condición «literaria» del glorioso panfleto.