Situado en el Olimpo de los escritores de aventuras compartiendo podio con Verne, Salgari, Scott o Stevenson, Jack London tuvo el plus de ser él mismo un aventurero. De muy joven se apuntó a la Fiebre del Oro en Alaska y, aun con su fracaso –se haría rico escribiendo, no consiguiendo pepitas, ¡que manera de ir contracorriente!–, tuvo experiencias que luego impregnaron toda su obra: la impiedad de la Naturaleza, la brutalidad de los hombres, la codicia… Pero London, que llegó a las concesiones alaskeñas como un alfeñique y salió hecho un fortachón por el entreno de la actividad física, siempre centró su literatura más en los cambios que experimentan los seres humanos que en la aventura misma.
Situado en el Olimpo de los escritores de aventuras compartiendo podio con Verne, Salgari, Scott o Stevenson, Jack London tuvo el plus de ser él mismo un aventurero. De muy joven se apuntó a la Fiebre del Oro en Alaska y, aun con su fracaso –se haría rico escribiendo, no consiguiendo pepitas, ¡que manera de ir contracorriente!–, tuvo experiencias que luego impregnaron toda su obra: la impiedad de la Naturaleza, la brutalidad de los hombres, la codicia… Pero London, que llegó a las concesiones alaskeñas como un alfeñique y salió hecho un fortachón por el entreno de la actividad física, siempre centró su literatura más en los cambios que experimentan los seres humanos que en la aventura misma.