Una señora estaba inclinada sobre un puente en Leamington, observando las frescas y espumosas aguas del arroyo que murmuraba por debajo. Sus pensamientos se dirigieron a la Sagrada Escritura, y pronunció en voz alta, casi inconscientemente, las palabras del cuarto verso del Salmo cuarenta y seis: "Hay un río cuyas corrientes alegran la ciudad de Dios". Un caballero pasaba por allí y escuchó las palabras. Volviéndose hacia ella, le dijo en voz muy baja: "Perdóname, pero ¿hay algo que alegre en este mundo de miseria?". La pregunta dio lugar a unas serias palabras de respuesta. La señora le habló de su propia experiencia, de Aquel que vino a salvar, y que es el único que puede refrescar y satisfacer el alma cansada. Invitó al interesado a probar por sí mismo la bendición de confiar en Jesús. Entonces se separaron. Pero el mensaje junto al puente fue una palabra a tiempo, y guió a un alma sedienta hacia Aquel que es la Fuente de aguas vivas y el Manantial de toda verdadera alegría.
La señora descubrió esto de una manera notable. Algunos años después de la palabra pronunciada en el puente, un caballero fue llevado a su banco en una iglesia de Londres. Era un desconocido, y como había un sitio libre, lo ocupó. Se quedó para la Santa Comunión, y la señora quedó impresionada por su actitud devota. Cuando se marchó, se volvió hacia ella, abrió su Biblia en el Salmo cuarenta y seis y, señalando el verso que ella había citado, dijo que tenía "motivos para dar gracias a Dios porque ella repitiera ese verso en el puente de Leamington".