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Como todas las mañanas, el marqués de Torrebianca salió tarde de su dormitorio, mostrando cierta inquietud ante la bandeja de plata con cartas y periódicos que el ayuda de cámara había dejado sobre la mesa de su biblioteca. Cuando los sellos de los sobres eran extranjeros, parecía contento, como si acabase de librarse de un peligro. Si las cartas eran de París, fruncía el ceño, preparándose á una lectura abundante en sinsabores y humillaciones. Además, el membrete impreso en muchas de ellas le anunciaba de antemano la personalidad de tenaces acreedores, haciéndole adivinar su contenido. Su esposa, llamada «la bella Elena», por una hermosura indiscutible, que sus amigas empezaban á considerar histórica á causa de su exagerada duración, recibía con más serenidad estas cartas, como si toda su existencia la hubiese pasado entre deudas y reclamaciones. Él tenía una concepción más anticuada del honor, creyendo que es preferible no contraer deudas, y cuando se contraen, hay que pagarlas. Esta mañana las cartas de París no eran muchas: una del establecimiento que había vendido en diez plazos el último automóvil de la marquesa, y sólo llevaba cobrados dos de ellos; varias de otros proveedores—también de la marquesa—establecidos en cercanías de la plaza Vendôme, y de comerciantes más modestos que facilitaban á crédito los artículos necesarios para la manutención y amplio bienestar del matrimonio y su servidumbre. Los criados de la casa también podían escribir formulando idénticas reclamaciones; pero confiaban en el talento mundano de la señora, que le permitiría alguna vez salir definitivamente de apuros, y se limitaban á manifestar su disgusto mostrándose más fríos y estirados en el cumplimiento de sus funciones. Muchas veces, Torrebianca, después de la lectura de este correo, miraba en torno de él con asombro. Su esposa daba fiestas y asistía á todas las más famosas de París; ocupaban en la avenida Henri Martin el segundo piso de una casa elegante; frente á su puerta esperaba un hermoso automóvil; tenían cinco criados... No llegaba á explicarse en virtud de qué leyes misteriosas y equilibrios inconcebibles podían mantener él y su mujer este lujo, contrayendo todos los días nuevas deudas y necesitando cada vez más dinero para el sostenimiento de su costosa existencia. El dinero que él lograba aportar desaparecía como un arroyo en un arenal. Pero «la bella Elena» encontraba lógica y correcta esta manera de vivir, como si fuese la de todas las personas de su amistad.

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Vicente Blasco Ibáñez nació el 29 de enero de 1867 en Valencia (España). Era hijo de Ramona Ibáñez y del comerciante Gaspar Blanco. Estudió Derecho en la Universidad de Valencia. Participó en la política uniéndose al Partido Republicano". En 1894 fundó el periódico El pueblo. En el año 1896, fue detenido y condenado a varios meses de prisión. En 1889 contrajo matrimonio con María Blasco del Cacho, hija del magistrado Rafael Blasco y Moreno. Cuando subió al poder Cánovas del Castillo, el escritor se exilió brevemente en la ciudad de París. Fue un autor vinculado en muchos aspectos al naturalismo francés. Por otra parte, la explícita intención político-social de algunas de las novelas de Blasco Ibáñez, aunada al escaso bagaje intelectual del autor, lo mantuvo alejado de los representantes de la Generación del 98. Murió el 28 de enero de 1928 en Menton (Francia)a los 60 años. Entre sus títulos destacan: "Arroz y Tartana" (1894), "La Barraca" (1898), "Entre Naranjos (1900), "Cañas y Barro" (1902), "La Horda" (1905), "Sangre y Arena" (1908) o "Los Cuatro Jinetes Del Apocalipsis" (1916). Otros Libros De Ibáñez: Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916) La Catedral (1903) Sangre y Arena (1908) Cañas y Barro (1902) Entre naranjos (1900) Los enemigos de la mujer (1919) Los argonautas (1915) Los muertos mandan (1909) La Barraca (1898) Mare nostrum (1918)

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