ÂĢPasada la tormenta romÃĄntica, el desordenado, el incontenible aguacero de imÃĄgenes, de adjetivos, de antÃtesis opulentas, de hipÊrbatons modosos, de sinÃŗnimos matizados, todos hemos vuelto a convenir en que la condiciÃŗn por excelencia de un bello estilo debe ser la sobriedad. EntendÃĄmoslo bien, la sobriedad; en modo alguno la pobreza. Decir lo que decir hemos sin hojarasca de palabras inÃētiles; que nuestra frase, mejor que abundante y opima, sea nÃtida, lisa, bruÃąida; que exprese lo que se propone sin todos esos empavesados multicolores que fatigan la vista y ultrajan el ideal de elegante simplicidad que todos nos afanamos por alcanzar. La palabra dice y quiere decir. El autor dice con ella esto o aquello, pero no lograrÃĄ apoderarse del ritmo Ãntimo de las cosas sino cuando quiere decir esto o aquello, cuando intenta expresar lo que no se expresa de por sÃ, cogiendo simplemente las palabras necesarias, sino lo que sÃŗlo acierta a expresarse despuÊs de mirar muchas palabras al trasluz, a fin de ir descubriendo su significaciÃŗn escondidaÂģ.