Cuando hace unos diez años oí hablar por primera vez de Juan Soldado, reaccioné como casi todo el mundo: "¿Cómo es posible?" ¿Cómo podría ser que un violador y asesino confeso, que había sido ejecutado públicamente en 1938 por su horrible crimen, hubiera llegado a ser venerado como un santo que hacía milagros junto a su tumba en Tijuana, México, justo al otro lado de la frontera de mi ciudad, San Diego, California? Fueron necesarias muchas visitas a la capilla que cubre ahora el sepulcro de Juan, numerosas conversaciones con quienes creen en él (y con algunos que no), lecturas profundas de obras religiosas y de otros tipos, búsqueda en archivos, entrevistas con sacerdotes, eruditos, curanderos y escépticos, y considerables reflexiones personales, para poder empezar a discernir los contornos de la religiosidad popular que, en mi opinión, llevó a esa devoción. La devoción de Juan Soldado no tiene nada de excepcional, incluso si muchos (o la mayoría) de nosotros no hemos visto ni experimentado jamás una práctica de ese tipo. En realidad, hay una larga, fascinante historia detrás de esa clase de entusiasmos que impregnan la trama del cristianismo y de otras religiones. Para poder apreciar esas devociones no es necesario participar ni creer siquiera en ellas. Son tan humanas que nos tocan de maneras inesperadas. Lo extraño puede empezar a resultar familiar. Cualesquiera que sean sus preferencias en este sentido, tengo el placer de presentarle a Juan Soldado.