Albores de la revolución de 1854... No sin motivo anunciaban los papeles públicos y las cartas particulares de la capital de la república los temores de una revolución próxima, y no eran infundadas las ideas que se propagaban de una dictadura militar como el único remedio al estado en que se encontraba la república por la efervescencia de los partidos, la exaltación de los ánimos, las ideas exageradas de unos, irrealizables de otros, y en general incompatibles con el estado intelectual y moral de las masas populares.
El congreso reunido parcela impotente para remediar el malestar y dar seguridad a los hombres pensadores que veían desorganizarse el país; cuando el 25 de abril desembarcó en Cartagena el general Mosquera, procedente de los Estados Unidos, con escala en Panamá, el cual traía proyectos de explotación de minas en Barbacoas, apertura de canales en Cartagena, y una vía de comunicación para el Canea y la Buenaventura, pensando poder obtener del congreso reunido, los privilegios que necesitaba para llevar al cabo esas empresas de utilidad pública.
Facultado ampliamente por el poder ejecutivo, vemos a cargo del general Mosquera todo el Norte de la república compuesto de veintiuna provincias, a las cuales debía atender; desde ellas en manos de un enemigo vencedor, con elementos y el apoyo de recientes triunfos; cuatro prontas a moverse al menar descuido; otras cuatro lejanas y en la imposibilidad de cooperar enérgicamente; tres casi indiferentes a los males de la patria.
Fue necesario crear una flotilla que no existía, formar ejércitos a largas distancias entre sí, y combinar los medios con los pocos recursos, los malos caminos y las inmensas distancias que había que recorrer con todo, se puede decir que en tres meses y en la estación más cruda del invierno, fueron batidos los enemigos y echados de diez provincias, cayendo todos, con muy pocas excepciones, en poder del Ejército.
Perdió el dictador más de 2000 hombres en el Norte, 500 rebeldes inclinaron su cerviz en la Ciénaga, y más de 1200 con el dictador José María Melo, su Estado Mayor y secretario general fueron rendidos entre San Diego y San Francisco, el 4 de diciembre, día en que fue arrancada de manos de los bandidos la capital de la república.